Viajar y vivir las diferentes experiencias que ocurren en los viajes es una de las mejores cosas de la vida. Estoy convencidísima de ello. Son tantos los pequeños grandes momentos que se viven, tanto lo que se puede disfrutar y aprender, comprimido en muy poco tiempo, que es algo necesario inculcar a nuestros hijos. La curiosidad por conocer, dejarse llevar por el destino y por lo que te aporta y te descubre. Viajar te hace crecer como persona, y eso es lo que los padres queremos para nuestros hijos, que crezcan llenos de valores positivos que poder aplicar en su vida.

Aunque el viaje haya sido impresionante, hay una sensación que adoro, que no me acuerdo de ella hasta que los días van pasando y se acerca el final del viaje. Es la sensación (o más bien la mezcla de sensaciones) que se produce en mí cuando vuelvo a poner un pie en mi casa. ¿No me digas que no es una sensación agradable? Seguro que sabes a lo que me refiero ;).
Según se va acercando el coche a casa, empiezo a notar cierta inquietud e impaciencia. Son las ganas de volver a lo mío, a mí sitio, a mi seguridad, mi tranquilidad y mi “rutina”. Lo predecible, y también la comodidad. ¿Por qué no también volver a la comodidad? ¡Claro que si! Como dice mi cuñada: “Como en casa, en ningún sitio“. Comienzo a pensar en la comodidad de mi ducha, de mi cama (esa cama y esa almohada que parece que ya tiene mi forma… ¿Cómo podré echar tanto de menos estas cosas en los viajes? ?). Abrir la nevera o la despensa y encontrar los productos conocidos, con los que hago la comida habitualmente. Cocinar con mis utensilios, encontrar las cosas a la primera (o a la segunda), pero en su sitio, el olor a ropa limpia, abrir mi ventana, ver nuestro orden y nuestro desorden,… Nuestras cosas. Las cosas de casa. Las cosas de la familia. Mis cosas… Lo conocido.
Detalles pequeños, que pasan desaparecidos en nuestra rutina, y que son tan importantes cuando no los tenemos cerca. De esos que incluso pueden llegar a estresarnos durante ciertas épocas, pero que hacen de ese lugar nuestro sitio, nuestro espacio.
Me acuerdo de una anécdota de hace años, cuando yo aún era pequeña y estaba de visita en casa de unos amigos. El hijo mayor volvía ese día de viaje desde alguna parte de Europa. Cuando llamó a su madre para decirle a la hora que llegaba sólo le pidió una cosa: “mamá, hazme una de tus tortillas“. Esa es la vuelta al hogar, a lo nuestro. No vale cualquier tortilla. Necesitamos la tortilla de nuestra madre, cocinada a la manera que recordamos desde siempre, la que nos trae de vuelta a casa emocionalmente. ¡Ya estamos aquí! ¡Hemos vuelto! Y aunque al instante siguiente ya quisiéramos estar en otro lugar, esa sensación es increíble.
Abrir la puerta de mi casa y suspirar, es todo uno. Es algo que no puedo ni quiero reprimir.
Porque viajar es genial, pero siempre es necesario un hogar,
nuestro sitio al que volver a recargar esa energía necesaria
para seguir disfrutando de las pequeñas grandes cosas que te trae la vida.
¡Feliz vuelta a casa!
¡A reponer energía y a seguir soñando y disfrutando
con las pequeñas grandes cosas de la vida!
Dime que no soy la única que tengo esta sensación al volver a casa 😉